Regresé de Colombia ayer y todavía sigo procesando lo que vi. Durante años advertimos que esto podía ocurrir, pero observarlo directamente es otra cosa. El estado actual del aguacate Hass colombiano no es solo complejo: marca un punto de inflexión para toda la industria.
Colombia entró al Hass como un país joven y entusiasta, con experiencia en variedades de piel verde, pero sin el nivel técnico que exige un producto destinado a Europa. El Hass requiere rigor agronómico, manejo de suelos, viveros profesionales, poda constante y una postcosecha impecable. Ese estándar no se alcanzó, y las consecuencias son visibles en cada valle.
Lo que más impacta es la imagen: fincas abandonadas, árboles amarillos, maleza cubriendo los cuarteles en Antioquia, El Quindío, Caldas. Proyectos que alguna vez prometieron prosperidad hoy están muertos o en agonía. La última cosecha de fruta traviesa —que coincide con la ventana peruana— fue devastadora: muchos productores no recibieron liquidación; otros obtuvieron apenas 60 centavos, lo mismo que vender en el mercado interno, pero con fruta que llegó mal o nunca llegó. Ese daño económico vino seguido de otro peor: la pérdida de reputación del “aguacate colombiano”, asociado hoy a fruta pequeña, de piel verde clara, débil y con una vida de anaquel demasiado corta. En Europa ya se sabe que, con oferta suficiente, Colombia es la última opción.
La fruta revela lo que ocurre dentro del árbol. Predomina la fruta redonda, de pedúnculo débil, con señales de estrés. Son árboles envejecidos, sin poda, sin ventilación, con raíces deterioradas y follajes cerrados que, en un clima húmedo y nuboso como el colombiano, terminan muriendo desde adentro. Pero también vi lo contrario: huertos manejados con poda agresiva, nutrición completa, material juvenil y buena ventilación. Esa fruta cambia por completo: piel verde oscura, calibres grandes, forma de pera y una vida postcosecha competitiva. Colombia puede producir fruta de calidad, pero requiere un cambio técnico profundo.
Los errores que explican este momento son claros. Se plantó en altitudes donde el Hass no rinde —sobre los 2.300 y hasta los 2.500 metros— afectado por la nubosidad y el frío. Muchos huertos se establecieron sin mover el suelo; cuando llegaron dos años consecutivos de lluvias, se encharcaron, apareció Phytophthora y murieron miles de plantas. Los viveros fueron un punto crítico: porta injertos criollos débiles, injertos mal hechos, material genético heterogéneo y sin sanitización adecuada. A esto se sumó una nutrición deficiente, follajes cerrados que multiplicaron plagas y enfermedades, baja densidad en un país con alta mortalidad natural y ausencia de manejo floral que dejó a los productores totalmente expuestos a la ventada traviesa, una de las temporadas más castigadas económicamente.
Las consecuencias están a la vista. El precio de la tierra cayó, abundan las fincas en venta y muchos inversionistas están abandonando el negocio. El temor hoy es que los huertos abandonados se conviertan en focos de plagas y enfermedades capaces de afectar incluso a quienes aún trabajan de forma correcta.
Paradójicamente, es este escenario el que abre una nueva oportunidad. Después de cinco años de aprendizaje doloroso, existe por primera vez un protocolo claro para producir Hass competitivo en Colombia: dónde plantar, cómo manejar suelos, qué porta injertos funcionan, qué densidades usar, cómo formar los árboles, cómo nutrirlos y cómo manipular la flor hacia las ventanas más rentables.
Las exportadoras volverán. Volverá el financiamiento. Pero la industria será más pequeña, más selectiva y más exigente. Los que permanezcan —o quienes entren ahora, contraciclo— tendrán una ventaja que antes no existía.
El boom quedó atrás. Ahora comienza la etapa profesional.
Y quienes se queden a construirla serán los que cosechen el futuro.





